domingo, 26 de octubre de 2014

Prólogo.

Me miraban. Hablaban entre ellos, señalándome y conversando acerca de mí. No entendía qué pasaba.
Eran mis padres, me había costado el pellejo saber sus nombres y donde vivían, y por fin los tenía delante de mis narices. Detrás de ellos, se asomaban con curiosidad dos niños pequeños, muy parecidos a mí. Eran mis hermanos.
Mis progenitores me observaban con el rostro serio. Seguramente no me esperaban aquí. Normal, nadie me esperaría; teniendo en cuenta que se supone que yo estaba en el orfanato en el que me dejaron. De eso hacía ya bastantes años.
Solo sabía que habían formado una perfecta familia, excluyéndome a mí de sus planes.
Después de unos minutos, mientras todos ellos me analizaban mi madre dijo algo que me marcaría para siempre.
—Mirad, el mudo habla— dijo mientras reía y a ello se sumó mi padre, mis hermanos también lo hicieron aunque no supieran el motivo de la risa, que era yo.
Mi corazón estaba destrozado. No me hubiera imaginado nunca éstas palabras saliendo de la boca de los seres que me habían creado. ¿De verdad eran ellos mis padres? Apreté los puños y miré a aquellas personas que seguían riendo. No podía ser verdad… Rechazado por mis propios padres.



—Yo no soy mudo— dije frunciendo el ceño, no sabía porque decían eso, yo hablaba desde uso de razón.
—Al menos ahora lo haces, ya no pareces aquél engendro asqueroso que vimos nacer. Por eso te dimos en aquel sitio de repudiados, era perfecto para ti.— dijo mi padre haciendo una mueca de desprecio muy notable.
¿Engendro asqueroso? ¿Era eso lo que significaba para ellos? Pensé que el hecho de que hubiera pasado mi infancia en un orfanato se debía a que no podían mantenerme… Pero no. Era porque no había nacido el ‘’chico perfecto’’ que toda familia desea.
Suspiré. Ya no tenía nada más que hacer aquí.
Antes de que pudiera añadir algo más, me cerraron la puerta en mis narices. Tan rápido que la habían abierto, también con esa facilidad consiguieron cerrarla.
Caminé de vuelta al que había sido mi hogar hasta entonces. Cada paso que daba me sentía más humillado. No era justo. Nada justo.
Me detuve frente al edificio y empujé la puerta de hierro a la que estaba acostumbrado a ver desde la ventana de mi habitación, era negra y se encontraba un poco oxidada pero el estilo gótico que tenía se mantenía desde el inicio del orfanato, y entré dentro. El gran edificio se alzaba sobre mí, sus paredes eran de roca amarillenta por los años y de forma rectangular. Habían vidrieras en una parte de allí, era la mini-iglesia dónde íbamos todos los domingos. El techo era en forma de cúpula azul oscuro. El exterior tenía pistas de fútbol y básquet, aunque también contaba con un gran jardín al que me encantaba ir a reflexionar, sobre todo debajo del viejo roble.
Algunos chicos de mi edad me miraban. Era notable la tristeza en mi rostro. Otros jugaban al fútbol en pequeños grupos de amigos. Amigos… Yo apenas conocía la palabra ‘’amistad’’. Sin embargo, ahí estaba ella. Salió a recibirme con una sonrisa en la cara, como solía hacer.
Llevaba aquel vestido naranja que tanto me gustaba, su largo pelo marrón oscuro y liso estaba trenzado y sus ojos azules me miraban fijamente. Al ver la expresión de mi cara dejó de sonreír, haciendo que su rostro tuviera un semblante serio.
— ¿Qué te ocurre? — Preguntó con inocencia en su voz.
— Nada… Estoy bien… — Suspiré. Era casi imposible ocultar lo que sentía ahora mismo.
— Te conozco, sé que te pasa algo. — Murmuró.
La observé unos segundos. No podía mentirle. A ella no.
— Maya, vamos a otro sitio a hablar. Aquí hay mucha gente.
— Está bien.— Dijo encogiéndose de hombros.
Nos dirigimos hacía mi habitación, en la puerta se encontraba escrito <<Habitación de Scott>>, al no saber hasta ahora quienes eran mis padres no tenía apellido pero ahora que lo sabía no quería tenerlo, era más feliz siendo simplemente Scott.
Abrí la puerta y entramos. Las paredes blancas me cegaron unos instantes, aún no me había acostumbrado a tanta claridad en mis 16 años allí. El olor a limpieza me inundó las fosas nasales, hoy era el día en que las señoras de la limpieza lo arreglaban y limpiaban todo. Mi ahora ordenado escritorio parecía más grande y mi cama se encontraba hecha, haciendo que el color rojo de las sábanas fuera lo único que destacaba en aquel cuarto, mi cuarto.
Me senté en la cama. Ella se colocó a mi lado, moviendo sus piernas impaciente.
Tomé aire antes de comenzar a hablar.
— Fui a ver a mis padres. — Dije bajando la mirada.
La expresión de la chica ahora era de sorpresa. Toda su atención iba dirigida a mi.
Relaté lo que había ocurrido, haciendo un gran esfuerzo por no llorar.
Ante mi asombro, ella me abrazó con cuidado; como solía hacer yo cuando era ella la que estaba deprimida.
Miré sus ahora cristalizados ojos azules, ella era muy sensible; tanto que daría mi vida por protegerla. Si yo lloraba, tenía por seguro que ella lo haría. Era mi mejor amiga, mi única amiga.
Ella ya estaba allí desde pequeña, habíamos crecido juntos e incluso todos los demás niños en aquella época decían que éramos novios pero no era cierto. No se podía negar que ella era bonita, y tal vez demasiado. No se podía negar lo inevitable
En cambio yo solo era un adolescente muy alto y delgado, muy pensativo y ahora mismo con problemas de autoestima notables gracias a lo que son mis padres. Siempre había soñado con tener una familia, había visto cómo otros chicos se iban con una y sonreían triunfantes pero yo no había  tenido la misma suerte que ellos.  Había crecido sin que nadie prestara atención en mí, ahora era un adolescente y la mayoría de ellos nos quedábamos, todos preferían antes a niños pequeños.
Una vez a Maya casi la adoptaron pero el día anterior de su recogida soñé que morían sus nuevos padres, al día siguiente mientras ellos venían en dirección al orfanato a recogerla, tuvieron un accidente de coche, murieron.
Eso había sido mucha coincidencia. Pero pasó hace varios años.
Fue muy triste para ella pero yo estuve allí para recoger sus lágrimas y apoyarla; ahora es lo que ella estaba haciendo conmigo.
Nunca le había contado a nadie que soñé con esa muerte. Supuse que sería eso, coincidencia.
— Lo siento. — Susurró ella finalmente. Sonreí falsamente para que no se preocupara demasiado.
Ya durante la tarde, caminaba por los pasillos solitarios. Y pude ver la razón de tanto silencio. Adam. El temido Adam. Su cabeza rapada dejaba a ver algunos pelos después de tiempo, y sus ojos negros no tenían ningún brillo, pero a pesar de ser horrible, era temido por todos. Tenía el cuerpo ancho y musculoso, además de tener una gran fuerza. Y lo demostraba día a día pegando a alguien con mala suerte. Y el día de hoy estaba seguro que sería yo. Estaba apoyado contra la pared, mirándome con una sonrisa de lado.
— Hola, Scott. Te veo triste. — Rió. Fruncí el ceño y no me molesté en contestar. Pero al pasar por su lado, me agarró del cuello de la camiseta. — Suéltame. — Murmuré.
— ¿Por qué debería hacerlo? — Interrogó.
— Te meterás en problemas si me haces algo. —Volvió a soltar una sonora carcajada y me empujó contra la pared.  — Vamos, defiéndete. — Ordenó. Negué en silencio. Él podía conmigo. Y si yo le hacía daño, tarde o temprano volvería a por mi para destrozarme.
Justo cuando iba a golpearme, algo o más bien, alguien, se tiró sobre él.
No sabía de dónde reunía Maya la fuerza en estos casos.
— ¡Suéltale! — Gritó mi mejor amiga.
Antes de que Adam se levantara, agarré a Maya del brazo y corrí junto a ella, alejándome de allí.
— ¡Me las pagarás niñata! — Aún se oían las voces de aquel chico, actualmente furioso.
Cuando pensamos que ya era suficiente correr, nos paramos, yo jadeaba intentando sentir oxígeno en mi pecho, pero al parecer le costaba hacerlo.
Me senté en el suelo y cogí con mis manos temblorosas el inhalador dentro de mi bolsillo del pantalón, me lo puse y presioné en él, para después hacer el tratamiento adecuado de éste.
Tengo asma y por ello no podía correr mucho o ponerme nervioso, aunque lo estaba apunto de hacer cuando Adam me acorraló.
Maya se arrodilló a mi lado y empezó a acariciar mi pelo marrón.
—Tranquilo, ya ha pasado…— Susurró con dulzura mientras pasaba su mano formando formas en mi cabellera y con la otra me cogía la mano.
Pronto me calmé y nos fuimos cada uno respecto a su habitación, el ala de las chicas estaba opuesto al del género contrario, no era de extrañar. Sabía que Maya compartía habitación con otra chica aunque nunca me había interesado aprenderme el nombre de ella.
Abrí la puerta y cuando entré cerré la puerta con pestillo, sabía que Adam era capaz de entrar cuando yo estuviera exactamente dormido y que yo no volviera a abrir los ojos.
Cuando me aseguré que estaba bien cerrada, suspiré aliviado.
Me quedé en calzoncillos, total, nadie me vería. Y estando en pleno verano no era extraño que un chico durmiera así, aunque fuera uno al que casi se le vieran las costillas.
Pero lo que soñé no me hizo descansar.
No veía mi propio cuerpo. Pero si el de Adam. Éste caminaba, furioso. Que una chica le empujara no era nada bueno para su reputación. Tal vez, si no hubiera ido pensando; si no hubiera ido murmurando blasfemias por lo bajo; si no hubiera deseado la muerte de ambos amigos… Tal vez, si no hubiera hecho nada de eso, hubiera visto el aviso de que las escaleras estaban peligrosamente desgastadas. Y, sólo tal vez, no hubiera puesto los pies sobre ellas. Al llegar a un escalón que no se sostenía bien, resbaló. El pesado cuerpo del chico cayó rodando por ellas. Algunos escalones acababan en puntas desiguales, lo que hacía que el cuello de éste se desgarrara en algunas partes. Al llegar al suelo, después de los cuarenta y cinco escalones que daban a la sala que usábamos de biblioteca… Bueno, Adam sólo era un cuerpo sin vida, con enormes cortes en el cuello. Sus ojos vacíos miraban al techo.
Y se acabó.

Me desperté sobresaltado y noté que estaba sudando, y mucho. Me lavé la cara y hice la típica rutina personal que cualquier adolescente haría. Me vestí con el uniforme, llevaba la camisa azul oscura abotonada hasta arriba y encima de mi pecho se encontraba el logo del orfanato. Los pantalones eran largos y negros, estábamos obligados a llevarlos de esa medida aunque nos pudriéramos de calor, las normas son las normas, y unos como nosotros que no sabíamos dónde ir lo teníamos que hacer si no queríamos acabar en la calle pidiendo limosna.
Salí de mi cuarto. Maya estaba esperándome en la puerta, cómo de costumbre. Ella también llevaba el uniforme, pero para la suerte de las chicas ellas llevaban la falda negra y la camisa azul aunque Maya llevaba el primer botón desatado, como si hubiera estado nerviosa. Además de que su pelo estaba desordenado. Pero su expresión era distinta. Me miraba cabizbaja y con tristeza. Se notaba que había llorado. ¿Qué le ocurría? Antes de que pudiera preguntar, vi al final del pasillo un gran grupo de chicos y chicas, con el horror visible en su cara. Me acerqué, y abriéndome paso entre la multitud, me di cuenta de lo que estaba pasando.
No podía ser verdad… Pero allí, al final de las escaleras que daban a la biblioteca, estaba el cuerpo sin vida de Adam.

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