— ¡Entrégame
todo el dinero! — Amenacé mientras sujetaba el arma apuntando al
pobre señor al que la mala suerte le había llegado, y todo gracias
a mí.
El hombre con el
pulso temblando abrió la caja y me iba entregando todo lo que podía,
yo iba cogiendo con una mano los billetes y monedas pero con la otra
sin dejar de apuntarle.
No me importaban
nada las cámaras, ni que me grabaran pero llevaba un pasamontañas
que ocultaba mi rostro e identidad. Cuando me aseguré de que no me
había dejado nada o no me diera todo salí corriendo de aquél
lugar, pero también de las cámaras. Y el pasamontañas quedó
enterrado en medio de la nada.
Hice auto stop y en
poco tiempo ya iba en un coche con dos chicas. La pistola estaba
escondida en uno de los numerosos bolsillos ocultos de mi chaqueta y
sumaba puntos mi buen físico.
— ¿A dónde te
diriges, guapo? — Me preguntó una de las chicas. Ignoré su
insinuación.
— Al primer pueblo
que pasemos, no me importa bajar al principio, mi hogar está cerca.
— Está bien,
aunque no me habría importado saber tu casa. Espero volver a verte.
— Volvió a decir la chica mientras conducía, la otra estaba
demasiado ocupada con el teléfono.
Cuando llegamos, me
bajé del coche y abrí la puerta delantera para darle dos besos a la
que me había estado hablando todo el rato. Pero no era para poder
despedirme si no para cogerle el móvil que reposaba cerca del
volante. Me alejé de allí y caminé tranquilamente mientras
guardaba el aparato, lástima que la otra muchacha no se hubiera
despegado del suyo, podría haber hecho un dos por uno.
Seguí caminando por
las calles y me puse la capucha de mi chaqueta para no dejar mostrar
ni la barbilla. Estaba en el punto de mira de la policía.
No podía decir que
vivía en uno de los mejores barrios de allí, con lo que robaba
apenas tenía para un mes.
Abrí la puerta de
mi ''hogar'', aunque no era la mejor definición, teniendo en cuenta
que yo era un inquilino o un ocupa.
Unos rápidos pasos
resonaron en el viejo suelo de madera, y una puerta se abrió de
golpe dejando ver a una pequeña niña.
— ¡Papá! —
Gritó abalanzándose sobre mis brazos y envolviéndome, alcé su
pequeño cuerpo y dimos vueltas mientras ella reía.
— Tengo hambre...
— Murmuró cuando la dejé en el suelo.
— Tranquila. —
Acaricié su mata rubia, se parecía tanto a su madre... — ¿Hoy no
ha venido nadie, verdad? — Me tranquilicé al verla afirmando. —
Hoy te traigo un regalo, podremos comer... — Saqué los billetes
con mucho cuidado y se los enseñé. Conté de paso. 600 euros entre
todo. No estaba mal.
— ¡Que bien! —
exclamó.
Salimos de allí y
nos dirigimos a casa de Tree, un viejo amigo. En cuando nos vio, nos
abrió la puerta y sonrió, sus dientes hacían contraste con su
oscura piel y sus ojos seguían negros como el carbón.
— ¡Hey Tree! —
Saludé, estaba contento de volverlo a ver. — ¿Tienes algo de
comida? — Pregunté nervioso. Me sentía mal por ello, aprovecharme
de un amigo pero no podía utilizar ese dinero para nosotros.
— Sabía que
vendrías a ello... — Suspiró. — Las malas lenguas dicen que vas
acercándote casa por casa para ello. ¿Que te pasa, Jonathan? — Me
interrogó con un tono preocupado.
— Ahora no puedo
Tree, no delante de mi hija. — Murmuré.
— Está bien. Un
momento, ahora vuelvo. — Dejó la puerta cerrada y al cabo de unos
minutos volvió.
— Gracias... —
Murmuré con vergüenza, no me gustaba tener que hacer eso para poder
vivir. Lo odiaba.
Cogí el tupperware
y me fui. Danielle, mi hija, se distraía por todo lo que veía a su
alrededor. Era normal, se pasaba el día en casa jugando con sus
muñecas hechas pedazos y no veía el mundo exterior. Era todo mi
culpa.
Sus ojos verdes me
miraron.
— Papá, ¿te
encuentras bien? — Preguntó con su fina y aguda voz.
Asentí. Abrí el
tupper y saqué un bocadillo de chocolate.
— No quiero que
pases hambre. — Danielle lo cogió y lo mordió.
— ¡Está
riquísimo! — Gritó a los cuatro vientos. Reí.
— Eso es porque la
mujer de Tree es una gran cocinera.
Tree había
conseguido dejar atrás su antigua vida, y él ahora era feliz. Una
mujer que lo amaba, y dos hijos prodigiosos.
En cambio yo era el
pobre chico infeliz viudo y con una preciosa hija que no sabía ni
leer.
Había decidido
hacer un cambio en mi vida, y no podía ser mucho mejor. Era mi único
plan.
~.~.~.~
— ¡Papá! ¡Hoy
en clase hemos aprendido la letra O!
Sonreí mientras
Danielle entraba corriendo a casa. Tomé un trago de mi café y pasé
página al diario. Me sentía feliz.
¿Cómo lo había
conseguido? Había sido complicado. Mi única opción había sido
hacer mi propia muerte. Consumir una droga para ello. Tree había
avisado a las autoridades sobre mi fallecimiento. Pero que podían
hacer ellos, unos policías novatos. No hubo forenses ya que Tree
dijo que él me había visto pero que había sido demasiado tarde.
Después de meterme
en un ataúd asquerosamente de mala calidad; cómo yo, y cúando las
cuatro personas que fueron al tanatorio se fueron, Tree me sacó de
allí, rellenándolo todo con cosas pesadas pero no movibles para
simular mas o menos mi peso. Y tanto que funcionó, si visitara el
cementerio encontraría mi propia tumba, al lado de la de mi amada
esposa.
— ¿Papá? ¿Que
pasó con mamá? Es que todos tienen una menos yo... — Suspiró
Danielle.
Y os preguntaréis
cómo Danielle sigue conmigo, fácil, nunca fue inscrita como nacida,
respectivamente no tiene papeles. Y para ir al colegio en un barrio
como esos no hacían falta.
— Está bien. Es
hora de visitar a tu madre.
No recordaba haber
visto los cementerios tan solos y tenebrosos, tampoco haber visto
como se iba perdiendo la fe cristiana. Pero lo de que me acordaba era
de su rostro.
— Aquí se
encuentra tu mamá. Pero solo su cuerpo, su mente y alma están en el
cielo con Dios y Jesucristo. Me parece que ella te sonríe.
— No lo entiendo
muy bien... Cuando sea mas mayor me lo explicaras, ¿vale? Yo siento
que me sonríen y no se... Una calidez aquí. — Danielle se señaló
el pecho.
Al lado se
encontraba mi supuesta tumba. Danielle empezó a leer lentamente.
Sonreí, me sentía vivo gracias a ella.
— ¡Manos arriba!
¡Ha sido arrestado! ¡No se mueva!
Unas esposas me
libraron de movimiento.
~.~.~
Intentaba pensar un
plan para escaparme de aquél infierno. Sabía lo que pasaría pero
también sabía que no podía hacer nada para remediarlo.
Y ahí estaba yo,
delante de la puerta.
— Que entre
Jonathan LeGerald. — Anunció una voz grave.
Era mi turno, giré
el manillar y entré.
Tragué saliva y di
un paso hacía delante, las luces me cegaban pero en cuestión de
segundos me acostumbré y enfoqué lo que veía.
En la sala del
juzgado todo me miraban en silencio, tragué el nudo de saliva que se
me había formado y me dirigí al podio vacío; que esperaba que
alguien como yo hablara.
— Jonathan
LeGerald, amenaza a pistola en una gasolinera y robo de aparatos
eléctricos para después venderlos. Dos años de cárcel.
Pero sabía que
después vendrían tiempos mejores, y saldría el cuatro de Julio.
No tardaría tanto
en volver a ver a la luz del día, pero sobre todo, a ver mi pequeña
hija.
Estaba listo para
volver a empezar.
Miles de fuegos
artificiales estallaban dentro de mí.
-.-.-.-
— ¡Papá! —
Gritó Danielle.
— Ya estoy aquí.
No te volveré a dejar ir.
Y un montón de
fuego artificiales alumbraron la noche, y también mi vida.
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